No recuerdo exactamente cuándo fue mi primera visita al Almofrei: un sábado de sol, con Domingo, padre carmelita que caminó con nosotros unos pocos años, la hermosura de los molinos y la visita al Foxo do lobo. Sí recuerdo las buenas sensaciones que desde entonces he asociado a su nombre.
Sabíamos que iba a llover. Quién más, quién menos nos habíamos equipado con chubasquero y/o paraguas, sacrificando en este segundo caso un bastón, lo que nos causó más de un problema en los puntos calientes de la ruta.
Sí. Ya desde la primera rampa fuimos conscientes del peligro de resbalar. Aunque no tan fina como la de la semana pasada en Geraz da Lima, Portugal, la precipitación que nos acompañó sin tregua durante tres horas convertía la pista por la que intentábamos enderezar nuestros pasos en una de patinaje, no solo por estar lógicamente húmeda si no también por haber impregnado completamente de moho o verdín todo tipo de pavimento, del hormigón y la piedra a la madera.
Gracias a los bastones, y a nuestra experiencia, conseguimos salir, casi siempre airosos e ilesos, aunque no podemos dejar de señalar la concentración y contracción muscular con que acompañamos cada paso que dimos…
El Foxo do lobo fue nuestra primera parada. Todos conseguimos ver allí, gracias a los oportunos comentarios de Miguel, a los lugareños arremolinados en torno al pozo, donde ya habría dado con sus pobres huesos el desafortunado lobo, sufriendo la lapidación terrible en medio de una algarabía de insultos tan hirientes como las mismas piedras.
No mucho después bajábamos hacia el Almofrei, con considerable esfuerzo físico y mental, hasta el puente Serrapio, para continuar río abajo pendientes de cada paso.
La que desde allí vivimos fue una auténtica inmersión en todos los sentidos de la palabra. Mojados de pies a cabeza, tal era el empeño de la humedad autóctona, se sentía uno caminando por el fondo de un mar, o por el lecho de algún río, real o “meigo”, ayudado en esta fantasía meteorológica por la verdura de tan fragosa vegetación que, por sus contornos difusos (a lo que ayudaba, que duda cabe, el vaho de las gafas) podía igualmente ser selvática o subacuática.
El musgo y los líquenes, juntos y por separado, lo envolvían todo, acrecentando esa sensación de irrealidad, como en el caso del cruceiro vecino de la iglesia de san Martiño de Rebordelo, que cuenta con una “piedad” en la que Madre e Hijo aparecen ataviados con un tétrico manto vegetal.
Llegando a Carballedo, final de nuestro recorrido, nos acercamos a la capilla de san Roque, pequeña y de hermosa apariencia, Parece que consta de planta basilical, cuya nave central es de mayor altura que las laterales.
Junto al restaurante nos esperaban Moisés, Bea y José y Avelino y su señora. Juntos celebramos el cumpleaños de Avelino, que nos invitó al vino como es tradición entre nosotros. Gracias, Avelino.
Jaime Sáiz.
Datos de la ruta | Distancia | Duración | Dificultad | Tiempo |
21,100 Km. | 6 h. 13 min. | Media | Chubascos |
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