Presente en todos los rincones de nuestras ciudades, porque se ha atrevido a vivir a nuestro lado, visitante asiduo de los jardines: los privados, que son todos iguales, y los públicos, territorio de los niños
(ojalá sea así por mucho tiempo) usurpado por los perros, víctimas del capricho de sus dueños.
Presente también lejos del asfalto, allí donde haya árboles, o también entre matorrales, con tal de que estén medianamente desarrollados, en bosques preferentemente de frondosas; menos habitual entre coníferas.
Lo he visto gallardamente posado en lo alto de una viña, lanzando su aflautado desafío para desesperación de otros machos que sienten amenazados su territorio y su hembra; lo he visto también más cohibido, al abrigo de las ramas bajas de un seto en cuya sombra parece querer fundir su plumaje lúgubre porque le acobarda mi presencia… y, cuando yo, insensible a su temor, continúo acortando la distancia, también le he visto levantar el vuelo apresurado, lanzar su sombra compacta tras el anaranjado pico, que chilla estridente la metálica alarma que mi terca progresión le ha causado.
He contemplado, gozoso, su intermitente paseo en el jardín cuando, hilvanando saltos o corriendo cortos trechos entre las hojas, curioso se detiene instantáneamente y contempla, con la cabeza elegantemente erguida, lo que le rodea, y hiere decidido con el rayo de su pico la herbosa tierra, una vez y otra vez, hasta que victorioso por fin, con un trozo de lombriz colgando atravesado, me mira orgulloso y como posando para una foto, antes de desaparecer con un enérgico batir de alas.
Él es, sin duda, protagonista de mil y un pasos furtivos, apresurados, ante vuestras narices sorprendidas; el escabullido veloz que con su vuelo potente apenas un momento asoma por detrás de aquella tapia antes de volver a desaparecer por encima de aquella otra.
Cuantas veces no le habremos oído entonar su canto grave, más que cantado…silbado, su melodía de estrofas largas, que saluda al amanecer debajo de nuestra ventana, que rivaliza con la de tantos otros machos de su especie en los atardeceres primaverales, llenando de alegres gorjeos nuestros caminos y las lindes de nuestros bosques.
No hace mucho un periódico londinense contaba en un gracioso artículo la sorprendente conducta de nuestro protagonista, observada en Hyde Park. Llevados de su afán, comprensible, por destacar entre sus congéneres con el sano propósito de acceder a más hembras, algunos individuos de esta especie han incorporado a su repertorio nuevos motivos, de naturaleza diversa; entre todos llama la atención la interminable lista de melodías para teléfono móvil.
Me imagino la escena; perchado en la rama de un chopo, a medias oculto entre sus hojas acorazonadas, a la vera de un camino en algún parque, el pájaro lanza al aire su nuevo reclamo, recientemente escuchado y enseguida aprendido. Por el camino se aproxima un hombre joven, con traje y con corbata, que está dando un paseo, corto, que no hay tiempo para más, con su hijo pequeño, al que lleva cogido de la mano; la otra la echa al bolsillo para sacar su móvil que él, erróneamente, cree que está sonando. Al comprobar que el teléfono permanece sorprendentemente mudo, no sabe como interpretar ese sonido que, penetrante y terco, sigue hiriendo el aire desde una rama oculta e, incapaz de ver a nuestro oscuro amigo, vuelve a mirar su teléfono, y acaba por guardarlo, después de una última mirada incrédula, y se vuelve a medias hacia el árbol, incapaz, insisto, de ver al cantor, aunque sea rematadamente negro, y esté cantando politonos a pleno pulmón entre el verde porte de un chopo escuálido.
Así somos nosotros, los reyes de la Creación, tan sofisticados, tan soberbios, que no somos capaces de reconocer a nuestro vecino, aunque se cruce con nosotros a diario, aunque nos regale su canción cada mañana (y no pocas tardes), aunque nos muestre su inteligencia.
Jaime