EL PETIRROJO (Erithacus rubecula)

El pasado 17 de diciembre nos paseamos «de sifón a sifón«por los alrededores de los Valos, un entorno predominantemente forestal, aunque bastante humanizado, en el que además del bosque se cruzan algunos pequeños núcleos urbanos, que a veces no son más que casas aisladas entre la vegetación. Las especies de aves que sorprendimos fueron casi exclusivamente las propias del medio forestal, y además aquellas que han aprendido a vivir en sociedad con el hombre.

De las forestales destaca el petirrojo, paporrubio en galego, que muestra un grado de confianza muy elevado, dejándose aproximar a distancias que otras aves jamás permitirían. Es muy abundante en nuestra zona, como en la mayor parte de la mitad norte de la península ibérica, pero en invierno, los efectivos locales se ven reforzados por miles de individuos que bajan de latitudes más septentrionales, huyendo del frío y la nieve, y que invaden por así decirlo los territorios de “nuestros” petirrojos.

El acusado sentido de territorialidad que caracteriza a estos pájaros se hace especialmente evidente en esta época, debido a que tienen más rivales de quienes defender a sus árboles, sendas y matorrales.

A pesar de su pequeño tamaño, el petirrojo se muestra muy agresivo con todos los que se atrevan a disputarle su terreno.

El sábado 24 de diciembre, víspera de Navidad, fuimos a recorrer el “camino del agua”, en A Ermida, Pazos de Borbén ; es un sendero que transcurre entre carballos, castaños, abedules y sauces la mayor parte de su recorrido. La presencia de petirrojos es allí constante.

En seguida observamos que cada cierto número de metros veíamos alguno, siempre posado en una rama baja, en un tocón o en una piedra al borde del camino, y el patrón de comportamiento era siempre también el mismo; aguantaban muy valientemente nuestra aproximación hasta que, por fin, levantaban el vuelo para alejarse un poco nada más, hacia adelante, pero profundizando ligeramente en la espesura y, así que habíamos pasado de largo, les veíamos volver a ocupar su anterior percha.

Pues bien; en una de estas nos tocó hacer una parada técnica (y no porque nadie tuviera que cambiarle el agua al canario); nos detuvimos para descansar un poco y reponer fuerzas con la poca fruta que solemos llevar al efecto; para nuestra pausa elegimos un recodo del camino que estaba soleado, lo que era de agradecer en una mañana fría como aquella.

Coincidiendo con nuestra llegada, el consabido petirrojo titular de este territorio había volado hasta un árbol distante unos quince metros del camino, y desde una de sus ramas nos observaba, ansioso.

Apenas conscientes de nuestro observador, nosotros charlábamos y comíamos formando un círculo, pequeño. Yo me encontraba al borde del camino, de espaldas al árbol en el que se había refugiado el pájaro, así que no lo ví venir volando hasta nosotros, como luego me contaron mis compañeros, ni me di cuenta de que se llegaba hasta mi hombro, donde amagó posarse, o eso pareció en principio, porque no llegó a quedarse.

Todo lo que yo noté fue un rumor, o zumbido junto a mi oreja izquierda, y que algo me movía el pelo, que lo llevo medio largo, pero no tuve tiempo de enterarme de lo que era.

Eduardo fue quien me dijo lo que había pasado. Llegamos a la conclusión de que probablemente, aquel celoso señor de su territorio, intentaba ahuyentarnos a nosotros, pájaros de mal agüero.

Por qué me abordó a mí es algo que aún no sé; quizás fue porque le parecí el más débil o porque era yo quien más cerca le quedaba. Yo prefiero pensar que fue por ser el que tenía el aspecto más desaliñado, más asilvestrado, y que eso me valió el raro privilegio de ser tomado, por mi delicado agresor, por un pájaro de cuenta.

Jaime